sábado, 26 de mayo de 2012

Puños de acero.




Cuatro medallas de oro, quince contando las de plata y bronce. Y premios,  más premios, recuerdos amontonados en mi gran vitrina de cristal. El pasado.

Paredes de colores pastel, luces blancas, celdas pretenciosas que quieren ser habitaciones y carceleros que se hacen llamar enfermeros. Ahora soy el señor Neil Anderson Horner y  lo único que conservo de aquellos días de gloria es mi recuerdo, recuerdo que se va borrando cada día con más facilidad. Me robaron el ancla con el que me aferraba a mi pasado.  Me arrebataron todos esos amuletos que me devolvían lo que me resistía a olvidar.  El terror de las nenas no es ahora más que un montón de huesos apalancados en un asilo. Aquellos puños llamados de acero, marchitos ya por la artrosis, no son capaces de sujetar un mísero vaso de agua.

Vuelven los mismos visitantes de siempre. ¿Qué hacen aquí viernes tras viernes? Siempre la misma cara de tristeza. ¡Y eso que no han pasado todo lo que yo he pasado! Traen algunas fotos. ¿Qué hace esta gente con las fotos de mi boda con Brenda? Quieren que recuerde. ¡Claro que lo recuerdo! ¿Cómo no voy a recordar el día más importante de mi vida, el día de mi casamiento con la mejor mujer del mundo?

Por fin se larga esta gente, ¡por poco se me hace tarde! Ya es casi la hora, he de prepararlo todo para el combate. Tomo mi bolsa roja que por tantos vestuarios ha pasado y reviso que no falte nada. ¡Por Dios! Por poco se me olvida. ¿Dónde estarán esos dichosos guantes?  Deben de estar en el armario. Revuelvo un poco la ropa. Aquí están, mis compañeros de aventuras, mis compinches sobre el ring. Me pongo los pantalones cortos color esmeralda que tanta suerte me han dado, aún calientes de mi último combate y vuelvo a apretar el nudo de los cordones de mis botas. Oigo la voz del presentador nombrándome: “Y ahora, con las bermudas verdes y con el mismo espíritu de siempre, Neil el Tigre Anderson” y a continuación las voces de la grada coreando mi nombre, como si se les fuera la vida en ello.

Recuerda Neil, busca su punto débil, como siempre te dice Mike. Arriba, directo de izquierda, gancho y será tuyo, la victoria será tuya. Papá dice que soy bueno para tener diecinueve años. Paso a paso me acerco al ring, he de subir ya, ha llegado la hora, el gran momento, esto ya no se trata de un entrenamiento. He de subir al cuadrilátero. Escalón a escalón voy sintiendo un frío inusual. Puede que sean los nervios. Ya noto el dulce sabor de boca que me deja el éxito, el triunfo, a veces mezclado con algo de sangre.

¿Quién grita a mis espaldas? No es mi entrenador. Es una voz de mujer. ¿Por qué me llama papá? ¿Quién ha dejado entrar a esos niños?  Empieza el combate. Un momento, ¿qué le pasa a mis brazos? Parecen entumecidos, adormecidos. Estoy perdiendo la fuerza, ¿qué pasa? Vamos Neil, como sigas así vas a recibir una buena paliza. La voz de Mike diciéndome que reaccione se combina con la de esa muchacha que sigue, sollozando, llamándome papá. ¿Podré terminar este combate? Estaba perfectamente en los entrenamientos. Intento mover mis pies y comenzar a moverme por el ring.

¿Qué pretendes, papá? No, no lo hagas. ¡Por favor, no saltes papá!  Logro recordar. Es Susan, mi hija. ¿Dónde estoy? ¿Qué he hecho? ¡Hija! He perdido. Esta vez no será mi puño el que levantará el árbitro. Mientras caigo suena la cuenta atrás. Tres. Dos. Uno.



jueves, 10 de mayo de 2012

Sonrisa en blanco y negro.

Llantos. Llantos reprimidos. Lágrimas que caen hacia dentro. Gotas que infectan tu interior y te queman. Como una mecha cuya chispa recorre poco a poco cada fibra de tus músculos, cada vena de tu cuerpo. Un virus que llega al corazón y lo marchita. No, no en forma de arritmia o infarto, sino de tristeza y desesperación. Que tu nariz y tus pómulos se tornen rojos del esfuerzo.  Y en medio de este proceso percatarse de lo que hay alrededor. Forzar una sonrisa. Mirar hacia un lado para llegar a recomponerse del todo. Respirar y sentir ese dolor acumulado en el cuerpo y que ha llegado hasta las piernas, que se van entumeciendo poco a poco. Reaccionar de una vez por todas y levantarse para seguir adelante, haciendo sonreír a los demás.